domingo, 5 de octubre de 2014

MIS VIDEOJUEGOS*


        
        La primera vez que tuve contacto con un videojuego fue cuando fuimos a Brasil y a mis hermanos les compraron un Atari. Yo no sé si me acuerdo del momento de la compra, pero del viaje en sí, además del mar, de una vez que se largó a llover muchísimo y lo mismo nos quedamos en el agua porque era calentita, los choclos con sal que vendían en los puestos de la playa, una remerita de un verde muy intenso con botones blancos en las mangas o en el pecho y una foto parada en una especie de plaza con banderas en mástiles altos con pose de mano en la cintura y piernita para el costado, el pelo en media colita peinada toda para atrás, tengo una imagen de estar en la habitación del hotel, yo tendría cinco años, con una revista de historietas de los sobrinos de Donald (Huguinho, Zezinho e Luisinho) y la sensación de que estaba todo escrito en otro idioma, aunque supongo que todavía no sabría leer y que, evidentemente ahora, el idioma era el portugués. También me acuerdo de unos muñecos articulados que venían en un bicicleta doble que le habían comprado a mi hermana. Eran una pareja de hombre y mujer y tenían un bebé que se lo podías poner en la espalda dentro de una especie de mochila para que lo llevaran en sus viajes en bici. No me acuerdo del Atari mientras estábamos en Brasil, sino después, cuando llegamos a la casa y mis hermanos jugaban. Tampoco sé cómo sabía que lo habían comprado en Brasil. Alguien lo habrá dicho. Pero era como un hecho indiscutido. Tenían dos juegos para el Atari: el “Galaxy” (el ahora clásico de matar los bichos que estaban en el cielo con una nave que les disparaba rayos) y el juego de “E.T.”. Al juego de “E.T.” nunca lo entendí. Me acuerdo que cuando empezaba, E.T. se caía a un pozo y nunca más supe lo que había que hacer, a pesar de apretar muchas veces el botón rojo y mover para todos lados la palanca del joystick.
Bueno, después de eso, cuando tenía ocho o nueve, a mi primo de Salta le compraron un Family Game. (Sería como una versión medio argentina o china de la Nintendo o de un rejunte de distintas marcas de consolas, supongo ahora, con los juegos pirateados o algo así). El primer juego del que me acuerdo era el “Circus” (el del payasito que estaba en un circo y tenía que ir superando diferentes pruebas mortales, tenías que hacerlo saltar de pelota en pelota sin que se cayera y después había un león que lo tenías que hacer saltar y traspasar aros de fuego que venían sin parar, y un monito que no me acuerdo bien qué era lo que hacía, creo que se metía por el medio en algunos momentos para crear mayor dificultad y así). Mi primo Pablo era MUY BUENO jugando al “Circus”. A veces venían a la casa de su abuela en Monterrico y lo traían y jugábamos ahí. Hasta que a mí me regalaron uno para el día del niño y fue lo más. Sí: MI PROPIO FAMILY venía con un cassette que traía un compilado de varios juegos, como más de cien. Mi hermano más grande también se enganchaba mucho y en las primeras épocas en el ranking de los preferidos venía primero el Súper Mario (for ever and ever), y después el “Pinball”. Yo le hacía frente bastante bien a mi hermano. Ahí empezó mi amor por Mario. Después de un par de años de jugarlo y jugarlo y jugarlo (era dificilísimo pasar el castillo final, sobre todo porque no podías guardar las etapas, siempre llegabas chiquitito y con escasas vidas, y si perdías tenías que empezar todo de nuevo; o al menos todo el Mundo 8 de nuevo), un día, estaba en el dormitorio de mi hermana que era la única que tenía tele para ella sola y por lo tanto el Family estaba conectado ahí, y tratando de sobrellevar la histeria y el estresssss más increíbles del Universo, después de pasar la etapa 1 del Mundo 8, la etapa 2 del Mundo 8, la etapa 3 del Mundo 8 (en la que salían los hijos de puta de los koopas que caminan en dos patas y te tiran martillos desde lo alto y te hacen perder) y el castillo final, ¡¡¡¡¡LO-PA-SÉ!!!!! ¡¡¡¡¡NO LO PODÍA CREER!!!!! ¡¡¡¡¡NO LO PODÍA CREER!!!!! Seguramente habrá muchos que pasaron el Mario en mucho menos tiempo que yo, ¡¡¡¡¡pero también MUCHOS MÁS, POR LEJOS, MUCHÍÍÍÍÍÍSIMOS MÁS, QUE NUNCA NUNCA NUNCA JAMÁS PUDIERON VER DE FRENTE LA CARA DE BOWSER Y ASISTIR A SU DESTRUCCIÓN EN PANTALLA Y QUE VENGA LA PRINCESA Y LE DÉ A TU MARIO UN BESO EN LA MEJILLA!!!!! (Bueno, medio poca cosa después de tanto sufrimiento, ¿pero qué más se podía esperar de una princesa rubia con vestidito rosado?). Inmediatamente, SIN APAGAR EL JUEGO Y CON LA PANTALLA FINAL A PLENO BRILLANDO EN EL TELEVISOR, salí corriendo a buscar a mi hermano, con la alegría contenida en el pecho (nunca fui de ponerme a gritar, aclaro), no estaba en la casa, no estaba en ningún lado, salí a buscarlo en la finca, nadie sabía dónde estaba, era inminente la necesidad de mostrarle la pantalla con MARIO VICTORIOSO SALTANDO, lo encontré en el escritorio, creo. ¡¡¡¡No sé, no sé cómo se lo habré dicho, lo hice venir a la casa, no me acuerdo más, se me borra todo lo que pasó después de la emoción inabarcable que tenía!!!! (Obviamente ni mi hermano ni nadie que yo conociera en persona hasta ese momento había podido pasar la final del Mario). No quería apagar el tele. Sabía que era un momento indiscutiblemente único, no sabía si alguna vez volvería siquiera a ver esa escena en ninguna pantalla nunca más en la vida y en el mundo.  
Con los días me fui calmando, y después Alejo me prestó en el colegio su juego de “Los Picapiedras”. También estaba genial (pero no era el Mario, eso está claro). El cassette no tenía la carcasa, sólo la parte de adentro, que era como una placa de metal llena de cositos pequeños que pinchaban y a mí me daba miedo de que me diera la corriente. A veces lo tenías que sacar y volverlo a poner para que la consola lo agarrara. También era tipo de aventuras como el Super Mario. Hasta que otro día me prestó el SUPER MARIO 3 recién salido del horno. ¡Estaba muuuuuy bueno! No lo pude pasar en esa época, y un día se lo tuve que devolver. Pero el relato sobre el Mario 3 queda pendiente, ojo.
Unos años después, ya en séptimo grado, en las compus del colegio estaba el “Prince of Persia”: ese también era buenísimo, pero tenías que acostumbrarte a manejar bien el muñequito porque si daba un paso de más se podía caer o quedar ensartado en los pinchos que salían del piso. Además era difícil jugarlo con el teclado de la compu, sin joystick (algo que después tampoco nunca pude hacer).
Esto hasta aquí fue durante la primaria y casi por el final de esta época llegó a los fichines de El Carmen el “Tetris”. Cuando estábamos en la plaza con los amiguines, concentrando ahí para ir a jugar a las Mini-Olimpiadas o algo, nos íbamos a los flamantes jueguitos que habían puesto en el almacén del lado del cine de la esquina y alternábamos entre el tejo, el “Tetris” y poner “Desesperada” de Marta Sánchez, “Piel Morena” de Thalía y “Mariposa Tecknicolor” de Fito en la especie de rockola también flamante que habían puesto en las instalaciones. Bueno, no todo eran los jueguitos, también patinábamos en la plaza o en el Sport y nos presumíamos con los chicos del momento. Todo eso está documentado en mi diario, por suerte. (Pero eso no se lo muestro a nadie porque hay ahí por ejemplo rankings de los chicos que me gustaban del uno al diez CON NOMBRE,  APELLIDO Y TELÉFONO, y aunque ya crecieron igual me sigue dando vergüenza que lo sepan, aunque ya lo sabrían.  (Siempre se saben estas cosas)).
Un par de años después, cuando tenía quince, me puse de novia re en serio y los hermanos más chicos de mi novio tenían una Super Nintendo con el cassette de “Super Mario All Stars”, que traía todos los Mario que habían salido hasta el momento: el Super Mario Bros (con dos versiones más, un poco modificadas (“secuelas”, si nos ponemos en vocabulario técnico)), el Super Mario 2 (el más raro de todos), el Super Mario 3 (mi asunto pendiente) y el Super Mario World (que era IM-PRE-SIO-NAN-TE). Me acuerdo que la primera vez que vi el Super Mario World en la pantalla del tele fue una vez que me habían invitado a almorzar y sus hermanos, todavía con el uniforme del colegio puesto, jugaban sentados en el piso. ¡Las monedas flotaban en el aire dando vueltas sobre su propio eje! Era como re moderno. Tenía millones de secretos, mundos, lugares ocultos, inacabables trucos por descubrir y el caballito Joshi, que en realidad era un dinosaurio-caballito, amigo de Mario. En la segunda parte del mapa, arriba de todo había un mundo oculto, al que mi cuñado más chiquito llamaba la “Top Secretaria”, que después me di cuenta de que era la “Top Secret Area”, y en donde podías juntar hongos de crecimiento, flores para lanzar bolas de fuego, plumas que te dan un traje con capita con el que tomando mucho impulso podés volar, caballitos Joshi y honguitos de vidas extras. Todos los que quisieras. Una vez que descubrías la “Top Secret Area” no te paraba nadie, salvo Bowser en el último castillo, claramente. Y además lo genial era que te iba guardando etapa por etapa, mundo por mundo, todo lo que hubieras superado. Por esta época alternaba entre ir al colegio, sufrir por estar de novia en una relación enfermiza y a distancia, ir a Inglés y juntarme con mis amigas en El Carmen los fines de semana.
Al año siguiente, les compraron la Play Station recién inventada a los hermanitos y nosotros les compramos a ellos la consola de Super Nintendo a $60 con obviamente el cassette de los Mario, el Mario Kart, y algunos otros que no me gustaban mucho porque eran de varón: uno de aviación, otro de carreras de autos, el de “Lethal Weapon” con Mel Gibson muñequito básico y así, y la teníamos en mi casa. Ahí me puse al día con todos los Mario, pero todavía no lograba llegar a la final del Mario 3 ni del Super Mario World. Eso vino después. El Super Mario 2 era tan raro que aún no lograba captar del todo mi interés. Y al Mario clásico, después de varios años de haberlo jugado tanto cuando era más chica, no lo volví a agarrar por entonces.
       Después, cuando ya iba a la facultad, otro novio tenía la Nintendo 64, pero las veces que intentaba jugar al Mario nuevo en su casa nunca podía hacer que Mario caminara derechito; era mucho más sensible a cualquier minimovimiento que pudieras llegar a hacer. Igual estoy segura de que si la consola hubiera sido mía y lo hubiera intentado más seguido, otro sería este cantar. (Y no quiero hablar más del Mario 64 porque me genera sentimiento de frustración. Pasemos a otra pregunta).

                                     -No podés estar tan deprimida.
                                           -No estoy deprimida.
                                          -Estás todo el día encerrada jugando a los jueguitos.
                                         -Eso no significa que esté deprimida.
                                         -¿Por qué no escribís?
                                         -¿Y qué querés que escriba?

Aquí vienen los años de angustia y depresión. Los ideales para pasar todos los Mario juntos hasta el final, incluso tomarle gusto al Super Mario 2. Uno de esos fines de semana de la etapa depresiva, en que me había ido un domingo a El Carmen, abrí el armario de mis juguetes y le saqué el polvo a la consola de Super Nintendo. Todo esto con una luz cenital blanca que me ilumina sólo a mí, con la Super Nintendo entre las manos, mientras todo alrededor es penumbra y decadencia. Volví a Jujuy, conecté la consola en mi tele y no paré más hasta ver todos los créditos finales de todos los Mario en la pantalla. Por supuesto, esto me llevó varios meses, no fue todo de una. Tenía que volver a ponerme en forma. Pero así pasé el Super Mario Bros (al que yo llamo “Mario 1”) en sus distintas versiones, el Mario 2 (jugando preferentemente con la princesa, porque el vestido te hacía un efecto paracaídas en las caídas libres y podías regularla para caer más lento y, en última instancia, salvarte), el Mario 3 (con traje de rana, sin traje de rana, con la botita para pisar las plantas carnívoras sin que te coman, sin la botita para pisar las plantas carnívoras tratando de que no te coman) y el Súper Mario World, todos con todas las alternativas de salida posible (llegando a la etapa final con trucos de atajos y rutas secretas; volviéndolos a jugar y pasándolos a conciencia mundo por mundo, etc.). Cuando ya los tenía a todos dominadísimos, hacía cosas como por ejemplo recurrir a la alta tecnología de Internet (que ahora sí existía y plenamente desarrollada) y ponerme a buscar en las guías Nintendo para ver si no me había quedado algún secreto en el tintero; incluso buscaba en lugares tipo foros extraoficiales de Mario donde te ponían algún truco clandestino que no venía en las guías; cuando me enteraba de que había alguno que se me había pasado, por mínimo y prescindible que fuera, volvía a jugar todo el juego de nuevo hasta llegar a ese mundo y hacer el truco, y cosas así. No voy a pormenorizar los detalles de las pantallas finales Mario por Mario porque sería largo, aunque ganas no me faltan, pero por ejemplo, después de ganarle a Bowser en el Super Mario World, me enteré de datos increíblemente relevantes que aparecen en los créditos finales y a los que pocos elegidos han tenido la oportunidad de asistir, como que el Director General del juego se llama Takashi Tezuka; el Director de Mapa, Hidequi Konno; el Director de Área, Katsuya Eguchi; y el Director de Programa, Toshio Iwawaki; y así un montón de gente japonesa más que está detrás de todo esto. Además del deleite de ver aparecer el reparto de absolutamente todos los personajes, bueno por bueno y malo por malo, con sus respectivos nombres.
Por último, quiero agregar que cuando agoté todas las instancias de todos los Mario que tenía, lo llamé por teléfono a mi segundo ex novio, unos diez años después, para preguntarle si me vendía su Nintendo 64. La respuesta fue negativa porque se la había regalado hacía un tiempo al hijito de “una compañera de trabajo” (no quise indagar en mayores detalles), pero que tenía la Playstation 2 archivada porque se había comprado el último modelo de consola de Play que había salido. Me la trajo en un estado impecable, con varios juegos, y me incluyó, además, la guitarrita del “Guitar Heroe”. Un maestro.
Tengo anécdotas masomenos recientes vinculadas al “Guitar Heroe,” a la pista de “Smoke on the water” de Deep Purple jugada en nivel de dificultad “medio”, en la que está implicada más gente en modo “duelo”, pero que no serán develadas aquí, ni soñando (oooh).
           Así que esta ha sido la breve relación de mi vínculo con los videojuegos (“los vicios”, como les decían los varones en aquellas dulces épocas) y el que tenga una Nintendo 64 viejita con el Mario 64 para vender, ya sabe: escucho ofertas. 


*[Publicado en Revista Cultural Intravenosa - Año 8 - N° 14 - Diciembre 2013 - Jujuy - Argentina].
http://issuu.com/revistaintravenosa/docs/intravenosa_14_web

miércoles, 2 de octubre de 2013

MORAS BLANCAS*



I
Entré y la vi. Colgaba de una de las ramas de la morera, boca abajo, enganchada de la rama con las piernas. Agitaba un manojo y las moras caían sobre la alfombra que habíamos llevado. Me saqué las zapatillas y me senté al borde de la acequia; el agua estaba tibia.
Ese verano había hecho muchísimo calor. A lo lejos se escuchaba la música y las voces del asado. Siempre era cumbia. Ya era marzo. Ya había terminado la cosecha y ahora los peones bailaban y tomaban y se divertían bajo la chapa del mismo galpón donde habían encañado, desencañado y clasificado al ritmo de los Bybys, de Bronco y de Adrián durante todo el verano. Nosotras habíamos compartido el asado con ellos. La Romi se había quedado a dormir en mi casa, a la mañana nos habíamos metido a la pileta (jugábamos a aguantar la respiración; la Romi siempre me ganaba por poquito) y después habíamos ido al asado, con los grandes. Ahora, bajo el sol de la siesta y alejadas del ruido, arrastrábamos una alfombra de plástico vieja con papagayos borrosos de Camboriú por medio del callejón, bordeando el rastrojo lleno de palos pelados de tabaco. Ese año el tabaco había crecido mucho, las hojas eran enormes. Si un grande se paraba en el medio no se lo veía.
Nos gustaban sobre todo las blancas y las rosadas. Eran las más ricas y las más raras. Casi todo el borde a lo largo de la acequia estaba lleno de moreras, las orillas de la represa también. Y si uno seguía callejón arriba y llegaba hasta las lomas, todo el callejón estaba cubierto de sombra de morera y de moras. Las suelas de las zapatillas quedaban repletas de manchitas moradas. Pero todas eran de moras negras. Salvo una que quedaba cruzando la acequia, internándose un poco por la finca de Justino hasta llegar a la falda de la loma. Ahí estaba la morera de moras blancas, al lado de una estufa vieja de adobe que ya no se usaba. Eran las más dulces las moras blancas y con la Romi nos íbamos hasta ahí, a veces en bici. Yo manejaba y la Romi iba atrás. Pero esta vez habíamos decidido llevar la alfombra para juntar ahí las moras y era grande, así que la llevábamos a rastras por medio del callejón. Probamos engancharla en la bici, pero se trababa en las piedras y los yuyos altos después de la última lluvia, y además había charcos en medio de las partes de barro duro del camino. Así que nos turnábamos: la Romi iba en la bici y yo llevaba la alfombra, guiándola para que no se llenase de barro y, después de un trecho, yo pasaba a la bici y la Romi a llevar la alfombra.
Nos gustaba muchísimo estar ahí, en la parte secreta de la morera blanca. Un día nos pusimos a forcejear el candado de la estufa y como estaba herrumbradísimo se rompió y se cayó al piso. Con la Romi nos miramos, decidimos que ella se iba a quedar afuera haciendo guardia. Igual no pasaba nadie por ahí. La estufa estaba en la falda de la loma y alrededor era todo monte. Pero por las dudas la Romi se quedó. Adentro había cajones viejos con pedazos de herramientas rotas, un rastrillo sin mango, manojos de hilo de encañar llenos de grasa. Siempre se usaban los manojos de hilo que quedaban tirados después de desencañar, como trapos para limpiar motores o cualquier cosa. Había unas cuantas cañas apoyadas contra la pared o tiradas por el piso de tierra, un par de tachos medio corroídos por la herrumbre, una asada vieja, casi negra. De los tachos salía un olor un poco fuerte si se los destapaba: adentro había un líquido viscoso y oscuro. Me acerqué a la puerta y le hice la señal a la Romi en la puerta, golpeando tres veces. La Romi me respondió de afuera con la misma señal. Adentro y afuera estaba todo bien. Y yo había encontrado, entre los trastos abandonados, una lata medio abollada de galletas con la ventanita redonda en el medio. Tenía la tapa y todo.

II
Manejo por la ruta. Hace el calor de aquel verano. Uno puede reconocer que está en El Carmen en verano por el olor a tabaco secándose en el calor húmedo de las estufas. Pero todavía es primavera y ese olor se hace esperar.
Había unas vecinitas de nuestra edad, eran mellizas. A veces íbamos con ellas a la finca, que estaba al lado de mi casa, y entrábamos a alguna de las estufas del galpón para ver las cañas colgando en fila desde lo alto y buscar la manera de subir hasta arriba por los palos gruesos de donde colgaban las cañas. Nunca podíamos, era demasiado alto. Las hornallas estaban prendidas y adentro hacía muchísimo calor, más que en el verano de afuera, un calor húmedo pesado y fuerte. Pero no íbamos con ellas a la estufa abandonada: nadie lo sabía, era nuestra y quedaba lejos. Para entrar a las otras, ellas se tapaban la nariz con un pañuelo con florcitas lila porque no les gustaba el olor del tabaco o pensaban que les podía hacer mal. Tenían el mismo pañuelo, siempre estaban vestidas iguales. Ese día tenían vestidos blancos y zapatitos. Estaban peinadas con colitas altas al costado. No pensábamos entonces en que la madre debería haberles puesto otra ropa más cómoda para salir a jugar; pensábamos en que las iban a retar si se ensuciaban los vestidos. Cuando salimos de la última estufa, Julio, el hijo del tractorista, escondido en el galpón detrás de unos caballetes de encañar, le tiró a Florencia una bombucha con pintura roja. Le manchó todo el vestido. Florencia se largó a llorar y tuvimos que acompañarla hasta su casa y contarle a su mamá lo que había pasado. En ese momento no dijo nada su mamá. Le dijo que se fuera a bañar. Las dos se quedaron en su casa y no sé si las habrán retado, pero después de eso ya no vinieron con nosotras a jugar. Tocábamos el timbre y salía su papá y nos decía que no estaban o que se habían ido a la casa de su abuelo.
Con la Romi no teníamos esos problemas. Pero sí teníamos casi siempre las piernas rayadas por los yuyos del camino o por las ramas de los árboles, cosa que ellas no. La Romi tenía un pantalón corto que era rosado y con vuelitos. Casi siempre se lo ponía. Se lo habían comprado en Cafayate, una vez que habíamos ido con toda mi familia y la familia de la Romi, que eran mis tíos y los primos grandes, a Bariloche en las camionetas y habíamos parado a acampar en el camping de Cafayate. Yo tenía una escobita chiquita y barría el piso de tierra entre las carpas. La Romi también quería la escobita y debe ser que yo no se la quise prestar –a veces nos peleábamos con la Romi- porque los grandes se enojaron y la pusieron en el sobretecho de una carpa, donde no alcanzábamos. No me acuerdo si nos habremos peleado entonces, pero me acuerdo de que yo juntaba florcitas silvestres por el camping que era como un bosque enorme y después mi tío me hizo una canastita con la base de plástico de una botella de gaseosa y le puso un cordón de yute como manija. La Romi después tenía una igual y las dos andábamos por el bosque del camping juntando florcitas y metiéndolas en la canasta.

III
Pasando la finca de Reynaga, viene bajando por la ruta una ambulancia. No parece nada urgente porque viene despacio en medio de la noche despejada, con autos apenas de vez en cuando, y no trae la sirena prendida. Pero pienso en la Romi y el día en que arrastramos la alfombra hasta el lugar secreto para juntar moras blancas. Y en el carnaval, los corsos en la plaza, el verano. Yo me ponía los disfraces heredados de mis hermanos; se los había cosido mi abuela cuando ellos eran chicos: había uno de frutilla, otro de leopardo, de torero, de española, de hormiguita viajera, de paisana, uno de hada, todo celeste con tul y lentejuelitas en forma de estrella. A ése siempre había que hacerle de nuevo el sombrero en forma de cono forrado con papel dorado, porque el tul que tenía en la punta hacía que a veces se venciera el cono y quedara todo doblado. No me acuerdo si la Romi tenía disfraces. Me acuerdo que en los corsos les pedíamos a los grandes que nos compraran los visores de plástico celeste antiespuma y andábamos por ahí tirando Rey Momo, yo con el disfraz puesto –cada noche de corso me ponía uno distinto, de los que tenía-, mientras ellos comían tostados de jamón y queso en la confitería del hotel de Jaleo. 

IV
Era ella la sensible. No yo. Yo era la revoltosa. Andábamos siempre juntas. La Romi era mi prima y mi mejor amiga de la infancia. Después ella había entrado al colegio en Jujuy, había hecho toda la secundaria ahí; viajaba, pero ya no nos veíamos tanto. Tenía nuevos amigos, compañeros del colegio y esas cosas. Venía al Carmen los fines de semana pero casi nunca nos veíamos. Aunque en las vacaciones sí. Al principio salíamos a patinar los sábados por la plaza o en la cancha de básquet del Sport. Ahí se patinaba re bien porque toda la cancha era de cemento, era un piso lisito. En cambio en la plaza había tramos de baldosas con surcos más gruesos y ahí era más difícil patinar. Cuando salieron los rollers era más fácil. Los patines con cuatro rueditas naranja, también heredados de nuestras respectivas hermanas, se estancaban a cada rato. 
Hasta que la Romi se puso de novia con un chico de Jujuy y ahí sí que no nos vimos más. Pasaban los veranos y ella seguía de novia. Cuando venían iban a Dilait y la Romi me avisaba. Pero no era lo mismo. Pedíamos dos porciones de pizza y un vaso de gaseosa. Salía un peso con cincuenta. Mi papá a veces no me dejaba salir, pero si venía la Romi me dejaba. Entonces llegaban los chicos de Monterrico y nos poníamos a jugar al pool. La Julieta siempre venía con ropa nueva. Se ponía chaquetitas rojas, cosas que no tenían nada que ver. A mí, en cambio, no me duraban los novios. Siempre me ponía de novia a escondidas con alguno de los chicos de Monterrico o con primos de otras provincias de amigos nuestros que venían de vacaciones a sus casas, pero duraba lo que dura el verano.
Se presiente las formas del tabaco a ambos lados de la ruta. Si fuera de día, se podría ver las plantas todavía con flores. Ya es la época. Pronto las tendrán que cortar para que las plantas sigan creciendo. Sino se quedan para siempre ahí.

V
Después la Romi se fue a estudiar a Tucumán. Filosofía o Psicología, nunca supe bien. A veces las mellizas Rodríguez –otras mellizas; en el pueblo había varios pares de mellizos y mellizas de nuestra edad- venían a visitarme a la casa cuando coincidíamos en El Carmen y me contaban que se veían. Ellas también estudiaban en Tucumán. Yo estudiaba en Salta, veterinaria. Cuando me recibí, mi papá me puso un consultorio en la calle Rivadavia, al lado de la policía. Después me fui a vivir a Lozano. Me gustaba. Siempre me gustaron mucho los animales. A la Romi, en cambio, no. O al menos de chiquita, después no sé. Un invierno yo había armado una choza con lonas en la parte de niños de la pileta vacía, y había un gato blanco con negro que siempre venía y se metía ahí. No me acuerdo si le había puesto nombre, me parecía que debía ser de alguna persona que ya le habría puesto su nombre de gato pero tal vez yo le hubiera puesto otro, y la Romi siempre me decía que lo sacara afuera. No sé qué era lo que no le gustaba de los gatos. Le gustaban los libros a la Romi. Siempre estaba leyendo algo. Cuando íbamos a la guarida secreta de la estufa vieja siempre se llevaba alguno para leer. Los sacaba de la biblioteca de su tía Teresa. Eran de Billiken. Unos libros delgaditos, bordó. Habíamos llevado, sin que nadie supiera, una mesa con sillitas bajitas de madera plegable y unas almohadas que estaban guardadas en mi casa. Nos había costado un montón trasladar todo hasta ahí.    

VI
Pienso en lo de la tarde anterior. La habían estado buscando durante días a la Romi. Tres o cuatro días. Me enteré ayer a la tarde por la radio. Dijeron su nombre. Silvina, la hermana mayor de la Romi, me lo confirmó. Hacía casi veinte años que no marcaba ese número de teléfono. Todavía lo tenía en mi memoria.

VII
A veces me pregunto si podríamos haber seguido siendo amigas con la Romi. La última vez que nos vimos fue para el casamiento de mi hermano; sus padres estaban invitados y ella había venido de Tucumán por las vacaciones de julio; así que también fue, no sé por qué, tal vez para no quedarse sola; y ahí estábamos, cada una en su mesa, haciendo de personas grandes. No charlamos mucho. Yo no habría sabido muy bien cómo hacer con la charla, de qué hablar, qué preguntarle. Había sabido lo de la última vez de las pastillas; fue mucho peor que las veces anteriores: fue a parar a la clínica, le hicieron lavaje. Antes usaba eso para no ir al colegio, pero esa vez, varios años después, se le había ido la mano.
Cuando se fue a estudiar, al principio nos escribíamos cartas, me contaba de la universidad, de que le costaba un montón estudiar en grupo. A veces se quedaban de noche estudiando y ella no entendía cómo podían pasar de largo y de ahí directamente ir a rendir los exámenes. Pero fue el primer año nomás lo de mandarnos cartas. Después llegó internet, el mail y todo eso y no nos escribimos más, no sé por qué.

VIII
Tampoco sé muy bien por qué voy manejando a esta hora de la noche por la ruta, camino al Carmen, ya ahora entrando al pueblo. Están las luces prendidas, se filtran por las rendijas de las persianas de madera, pero no quiero parar en la casa de los tíos. No quiero preguntar si ya apareció. Otras veces desaparecía la Romi, yo me enteraba. Pero siempre aparecía unas cuantas horas después. Se iba caminando sola sin avisarle a nadie, se quedaba un rato largo en algún lado, y después volvía. Tampoco quiero parar, varias cuadras más abajo por la misma calle, al final del pueblo, en mi casa o, ahora, la casa de mis viejos. Deben estar durmiendo. Pero, sí, entro por el callejón que va a la finca y hago todo el tramo hasta el final tantas veces recorrido con la Romi para llegar a la morera blanca. Estaciono y me bajo. Pienso en que antes me habría dado mucho miedo el solo hecho de pensar en estar ahí sola y de noche. Con la Romi siempre nos volvíamos corriendo si nos distraíamos y empezaba a oscurecer. Ahora no. Ya soy grande. No creo en cosas. Tal vez habría sido bueno traer conmigo al Jack (el Jack es mi perro, se lastimó una pata el año pasado; salió al camino y lo atropellaron, pobre; hice lo que pude pero quedó rengo). Sí traje la linterna. Podría decir que es la misma que usábamos con la Romi cuando ella leía sus libros dentro de la estufa en la oscuridad, pero no lo voy a decir. Hago a pie todo el trecho desde el final del callejón cruzando a la finca de Justino. Hay que saltar la acequia ancha. Ya no hay tanto monte alrededor, ahora es tierra de tabaco. Pero ahí está la morera blanca, llena de moras que pronto terminarán de madurar, y la estufa. No creo que haya dejado de estar abandonada. Las estufas de adobe, desde entonces y hasta ahora, no se usan más. Seguía sin candado. Se escuchaba el canto de los grillos y las ranas en la acequia.

IX

Entonces entré y la vi. Ya no respiraba. Colgaba de uno de los palos bajos de la estufa vieja. 


*[Publicado en Revista "Trompetas Completas" - Año 10 - N° 34 - Junio/Julio 2013 - Tucumán].
La ilustración es de Tomás Bree. 

jueves, 24 de enero de 2013

UN FINAL MÁS FELIZ PARA EL MUNDO*


     

  En lo que al capitán concernía, el tiempo se detuvo. Esta ilusión le era familiar. Podía contar con experimentarla varias veces al año: cada vez que recibía una noticia con la que no podía bromear. Sabía cómo poner el tiempo en funcionamiento otra vez: negando la noticia.

                               (En “Galápagos”, de Kurt Vonnegut)



                                                  El humor es lo único que queda.
                               
                                                                                             (Yo)


                Le sonó el portero eléctrico a las 4 de la mañana. Esto es lo que le estaba contando ahora la chica al señor lustrabotas desconocido petrificado que lustraba botas en la terminal, al lado de la boletería cerrada de la empresa de transportes Futuro, después de que el tren ya se había ido.
                Le sonó el portero eléctrico a las 4 de la mañana y debió haber estado un rato largo sonando porque la chica primero escuchaba un sonido muy lejano, después lejano, después masomenos lejano (¿sueño?), después masomenos cercano (¿vida real?), después cercano, después muy cercano y después ahí mismo, por último. Se levantó. Sonó de nuevo con ella de pie. Se asustó ahora sí. Era muy tarde y era muy real.
                -¿Hola?
                No le contestó nadie.
                -¿Sí? ¿Hola? ¿Quién es?
                Le sonó de nuevo en la oreja. La hizo separarse del auricular.
                -¡Hola!
                Nadie. En serio, nadie. No era nadie. No había dicho nada el que tocó el portero así. Nada de nada. Se quedó mudo. De verdad.
La chica se puso zapatillas, se puso un buzo encima lo más rápido que pudo y bajó, medio sin saber por qué, bajó.
Había muchísima gente. Muchísima pero muchísima gente. Todos tan tranquilos mirando vidrieras, sentados en las veredas, que era lo único que se podía hacer a esa hora, pero como si fuera una re cosa para hacer. Familias enteras pasando de un lado a otro con cochecitos y bebés, chicos adolescentes de la mano cruzando de un lado a otro de la calle,  señores jugando al ajedrez sobre el cordón.
La única cosa comercial que sucedía en aparentemente todo el centro era el chico que vendía películas en la peatonal, al frente de Castillo, porque todo lo demás estaba cerrado. El chico que vendía películas tenía películas muy buenas. Sólo películas muy buenas. Era el más raro de los vendedores de la peatonal siempre, por ese sólo motivo, pero ahora era la persona más normal como para preguntarle qué pasaba, supuso la chica. Digamos, no era normal que estuviera ahí un martes a las 4 de la mañana en el muerto centro de Jujuy, pero mucho menos normal era toda la gente paseando y riéndose como si fuera sábado a la tarde así sin más y como si fuera primavera y casi casi verano y como si fuera una especie de paseo de la alameda tertuliesco y noctámbulo pero de ahora. Porque, o sea, estaba todo cerrado verdaderamente. Ni Bugatti, ni la Royal, ni Brujas ni la Media Naranja. Nada de nada. Todo cerrado. Y tampoco había vendedores de globos que vuelan solos ni de manzanas confitadas ni de algodones de azúcar ni de molinetes de colores, yo no sé de dónde los sacaba la gente, pero los tenían y era muy normal.
-Hola.
-Hola.
La chica se rasca detrás de la oreja.
El chico chequea con golpe de vista las tapas de películas en exhibición.  
-¿Todo bien?
La chica se muerde una uña.
El chico está pero no responde nada y le pasa un golpe nervioso de plumero a la fila que le queda más cercana de tapas de películas.
La chica mira como de pasada de vista la sección Kubrik.
-Tengo “La naranja mecánica” también. Y puedo conseguir otras de Kubrik para mañana.
-Eh, ¿no sabés por qué hay tanta gente, digamos?
-Y mirá, las películas que más están saliendo son las de humor.
-Ajá.
La chica mira para la izquierda.
El chico mira para la derecha.
-¿Por qué hay tanta gente? ¿No sabés si pasó algo o hay alguna fiesta, no sé?
-Yo estoy vendiendo mucho Wes Anderson, Jarmusch. Desde hoy a la mañana que estoy acá y la gente sigue comprando. Ahora mi hermano me está grabando más y me está por traer. 
Los dos se cruzan de brazos y se quedan mirándose mientras asienten con las cabezas.
El chico no se sabe bien qué piensa y la chica piensa que no puede hacer mucho más con esa información y que tiene que volver a su casa a cambiarse. O sea, está en piyama. Pero no lo hace.
O se cambia y vuelve. Ya viene.
Listo.
La chica, con ropa de estar en la calle, está en la  vereda de la Necochea de nuevo y mira para adentro de la Media Naranja, en la vereda del frente. Está claramente cerrado, pero hay una luz cenital azul sobre la cabeza de una nena sola en una mesa que toma Sprite con limón y los pies no le llegan al piso por eso los balancea así mientras toma del vaso largo utilizando el sorbete y hace un poco de ruido. Primero ponés el jugo de limón en el vaso y encima le ponés el Sprite. Entonces se hacen unas burbujas como hexagonales o con varios lados que quedan ahí flotando. Cuanto más limón tiene el vaso, más burbujas hexagonales hay.
La chica vuelve a la peatonal. Nota totalmente que la gente es re feliz.
El chico de las películas está pegando una tela blanca grande con cinta adhesiva sobre la vidriera de Castillo. Su hermano le trajo un proyector y ahora está repartiendo pochoclos en bolsitas de papel a la gente que está en la peatonal.
De pronto están pasando “Juno” en la pantalla gigante y la gente está contenta. La gente está contenta y un grupo de señores barre esa parte de la peatonal y hay muchos que se sientan en la calle a ver la película.
Aparecieron mantas y almohadones súper cómodos donde la gente se sienta. No importa de quién es la manta ni los almohadones. La gente se sienta y se conoce entre sí.
-A mí me parece que “Juno” es una película muy linda.
-A mí también.
La gente mantiene conversaciones increíblemente invadidas de frescura.
-Señor… Señor, ¡despiertesé!
El señor lustrabotas está verdaderamente quieto y petrificado.
Era como que la chica pensaba que no podía entrar en esa realidad sin modificarla. O sea, había que pactar sí o sí con lo que estaba pasando. No se podía poner a preguntar: ¿qué pasa?, ¿por qué están acá?, ¿por qué todos se quieren entre ustedes? Porque era como muy tonto sacar de onda a la gente así. Pero también eso la ponía a la chica ansiosa. Entonces quería quedarse a ver “Juno” con la gente pero tampoco se podía quedar así de lo más tranquila, por eso agarró por la Lavalle y llegó hasta la terminal. La gente estaba como por todos lados paseando y sacándose fotos con otra gente que recién acababa de conocer o que simplemente iba pasando por el puente todo iluminado y el único quieto era el señor lustrabotas en la terminal. Todos era como que estaban en otro mundo o en otra dimensión, menos el señor lustrabotas.
-Señor, disculpe.
La chica en cuclillas sacudiendo un poquito del hombro al señor. El señor no se despertaba ni ahí.
La chica se tira un poco para atrás y suspira en señal de bueno, me rindo, no se va a despertar. Se sienta al lado del señor. Estira las piernas. Le saca un CJ del bolsillo, lo prende con un fósforo que estaba ahí.
¿Los señores lustrabotas fuman?, piensa la chica. ¿Los señores lustrabotas fuman y prenden el cigarrillo con fósforos que estaban ahí?
-¿Quiere un pasaje? -le pregunta una señora regordeta y simpática que saca medio cuerpo por la ventanilla de la boletería supuestamente cerrada de la empresa de transportes Futuro. Tiene un gorro blanco de maquinista a rayas rojas-. Ahora tenemos servicio de tren.
-¿Servicio de tren? ¿Y cuánto sale?
-Sale 10 australes. Tarifa reducida de las 4 de la mañana.
Ya deberían ser más de las 4, piensa la chica. Por lo menos deberían ser las 5. Todo esto es muy raro. Es muuuuy raro, como mínimo.
-Bueno.
-Son 10 australes.
-Tengo 5 pesos.
-Bueno, le doy el vuelto en bonos contribución que después se los reintegran en el lugar de destino. Tiene que acudir a la boletería de Tacita de Plata que le quede más cercana.
¿Por qué me los reintegran si yo tengo que pagar, digamos? (piensa). ¿Y por qué bonos contribución? ¿Para qué sirve esto?
-¿Y a dónde va el tren?
-A cualquier parte. A donde usted quiera.
-¿Pero y los demás?
-Los demás también.
¿Los demás también qué? ¿Los demás también van conmigo a cualquier parte, a donde yo quiera?, piensa la chica. ¿O los demás también van a cualquier parte, a donde cada uno quiera ir?
Se escucha el pitido del tren.
-Usted piensa demasiado. Tómese ese tren y déjeme dormir en paz –dice el señor malhumorado lustrabotas que entreabre los ojos de pronto y los vuelve a cerrar.
La chica ve cómo todos suben al tren Futuro, que está ahí y no hace nada (la chica, digamos). Se queda con el boleto en la mano. Como que no entiende. Y es una fila impresionante de gente la que va subiendo. Cada uno va a donde quiere ir y el que no quiere ir a ningún lado puede quedarse ahí y no bajarse nunca. Es como que toda la gente de la ciudad subió en el tren y nadie se quedó sin asiento. Y del tren sale una música lindísima.
El tren se va y la chica y el señor lustrabotas lo miran alejarse.
-Bueno, pero ahora vuelve, ¿no? –le pregunta la chica al señor lustrabotas que ahora sí se despertó mucho más.
Y traga saliva. Y se miran fijo. 



*[Publicado en Revista Intravenosa N° 12, Año 7, San Salvador de Jujuy, Diciembre de 2012].

domingo, 11 de noviembre de 2012


Soñé que íbamos con guardapolvo a la facultad. Así porque queríamos. Yo me ponía uno gris o marrón, como una de mis compañeras, la más alta. Otra iba con uno blanco. La ciudad era rara. Era Córdoba distorsión. Una de ellas tenía hermanas más chicas. Y la ciudad mutaba. 

miércoles, 22 de febrero de 2012


"-El humor es lo único que queda. 

-El humor y el río". 

lunes, 5 de diciembre de 2011

CONVERSACIÓN

"-Los tenistas son como los concertistas de piano, ¿viste? Una vida re sufrida, re exigente. Como que si te salió una nota mal en medio de un millón, te querés matar, te odiás. 
-Es como que la música es lo que te hizo nacer y que vos sentís que si le fallás... chau. Te va a ir mucho peor, así". 

domingo, 14 de agosto de 2011

Alguna de Jarmusch


Parece que está por llover
(por el nublado repentino y el vientito)
y me gustaría decirte
-por paloma mensajera con piloto impermeable-
que estaría bueno que vengas.
Ver la primera lluvia
y alquilar alguna de Jarmusch
que nunca hayamos visto.



[Publicado en "El Ojo de la Tormenta" Nº 75, Mayo 2011]

sábado, 23 de abril de 2011

(Algo que pensé yo una vez y algo que pensó en otra parte también un vampiro)

REFLEXIÓN NOCTURNA CON NARIZ PEGADA A VIDRIERA LLUVIOSA DE TIENDAS SAN JUAN

Nadie que haya sido nena dejó nunca de tener, aunque fuera mentalmente, una mochila de Barbie.

miércoles, 6 de abril de 2011

Hoy fui a un taller de percusión. Estuvo bueno. El profe daba indicaciones graciosas, porque después de toda la parte técnica se armó como un ensamble en el que había que ir haciendo ritmos y estar atento a las señas del profesor. Era como dirigir una orquesta pero con gestos mucho más copados que los de la varita. Eso creo yo. Igual nunca estuve en una orquesta. Había uno que era como tirarse a un pileta de clavado y significaba que todos teníamos que quedarnos callados escuchando el instrumento señalado. Creo que era eso. Si yo alguna vez hubiera estado en una orquesta me habría gustado tocar una canción tan conmovedora pero tan pero tan conmovedora que un señor sentado en el público después hubiera tenido ganas de subir al escenario y decirnos a todos que vayamos a su casa a hacer una súper fiesta o un asado sin fin. Entonces ahí hubiéramos podido bailar y hacer como que todo estaba bien. Como que las cosas nunca tuvieran que terminarse.

lunes, 4 de abril de 2011

Volví a soñar con víboras

Me compraba una víbora (¡me compraba una víbora!) y era una víbora venenosa y reversible. Me la iba poniendo a modo de guante largo que me llegaba hasta un poco más abajo del hombro. La víbora empezaba a volverse sobre sí misma, brazo abajo a la deriva pero lentamente, hasta que quedaba totalmente revertida, con la piel de afuera para adentro, con la piel de adentro para afuera. Después volvía a ponerse del derecho, digamos, haciendo un gran esfuerzo. Lo más impresionante era que para poder tomar fuerza para hacer todo ese mecanismo de reversibilidad, me tenía que clavar un poco los dientes en el brazo. Me clavaba los colmillos un poco y yo empezaba a sentir como un mareo imposible de saber si era real o si era pura sugestión. Era un mareo como si el veneno me estuviera drogando. Y me acordé de haber visto alguna vez en la tele una película de unos chicos que se hacían picar por alacranes o algo así para tener alucinaciones inducidas por el veneno. Decidí, en el sueño, sacarme la víbora del brazo. Pero estaba prendida, con los colmillos clavados cerca del hombro. La agarraba de la cabeza (¡la agarraba de la cabeza!) y la pobre me hundía los colmillos más y más. No salía sangre, pero me asusté, como ella. La tenía que sacar. Pensé en cortarme la mano con una tijera para que pudiera salir (¡cortarme la mano con una tijera!) y me dio impresión y pensé en el dolor y en la sangre. Entonces vi que la tenía que matar. Me dio pena. No era su culpa. Yo la había comprado y la había puesto ahí, en mi brazo. Realmente me dio pena, matar a la pobre después del capricho de comprarla. Le corté la cabeza con la tijera, agarré esa parte con un trapo y lo tiré al piso. Después me saqué el resto del cuerpo. Me quedaron rastros de marcas violeta a lo largo del brazo, como líneas de moretones paralelos, como caminitos.

domingo, 3 de abril de 2011

Como una Parte 2 (de aquello otro)

Y como una marea magenta que venía y me arrastraba caminé hasta ahí y le dije. Hola. Quiero decirte que vengo a meterte una piña. Entonces le pegaba y lo dejaba tirado en medio del barro de la puerta de su casa. Era demasiado tarde o demasiado temprano, el sol. Me compré un Philip de diez en el primer kiosko y bajé caminando. Crucé de nuevo el puente hasta el centro. Crucé otro puente más y llegué a la terminal a las ocho de la mañana, feliz. De diez. Pero entonces ahí estaba Rildem, justo. ¿Qué querés con todo esto? Quiero que me dejen en paz, Rildem. ¿Quién te tiene que dejar en paz? Todos ustedes. Te encerrás en una bola de burbujas y no querés salir de ahí. Sos muy caprichosa. Andate a la mierda, Rildem. A ver, mirá. Y no. Yo no quería mirar nada. No quería que nadie viniera a agarrarme de los hombros y a decirme a ver mirá. Quería estar tranquila disfrutando del aire y del sol del verano. Quería que se abriera la tierra y que Rildem se cayera por el pozo y apareciera en China. No es verdad que si hacés un pozo aparecés en China. ¿Cómo sabés? Porque en el centro de la tierra hay brasas. Hace mucho calor. Sube tanto la temperatura que te quemás mucho antes de llegar. Mucho Julio Verne, Rildem. Pará de leer esas cosas. Ya sos grande. Te vas a volver loco. Meliza, ¡escuchame! ¡Escuchame! ¡Pará! ¡Dejame en paz, Rildem! Vos y todo tu grupo de gente loca. Meliza, me estás confundiendo. Y así podíamos pasarnos las horas en la terminal después de haberle pegado a alguien en la puerta de su casa y haberlo dejado tirado en el barro. Pero Nagale me iba a hacer el aguante. Yo sabía. Nagale sabía que ése se merecía una buena piña. Yo nunca le pegué a nadie, Nagale, vos sabés. Sí, Meliza, ya sé. Vení. Y entonces me abrazaba tanto, tanto, que ya no podía hacer más que volver a sentir la marea magenta. Meliza sos la única mina que conozco que haya hecho una cosa así y estoy orgulloso de conocerte. No le des más bola a Rildem. Quiere confundirte, es obvio. Entonces tomábamos un licuado en la Shell de la terminal. Esto no era una Shell, Meli. Era una YPF. Lo que sea, Nagale. Refinor, da lo mismo. Una expendedora de gas. ¿Sabés qué pasa? Tus lágrimas son rosadas a veces, fucsia. Como una Barbie que llora. ¿Cómo sabés? ¿Cómo sé qué? ¿Cómo sabés de las Barbies? Tengo una hermana de tu edad. Le gustaban mucho las Barbies. Mis Barbies desaparecieron, Nagale. Y había muchos teles prendidos y había un partido de fútbol y estaba todo lleno. ¿Cuándo nos vamos a ir de acá? ¿Te acordás cuando me agarrabas fuerte de la mano para cruzar corriendo cualquier bulevar? No era yo, Meliza. Tenía que decírtelo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

(diálogo encontrado guardado en un backup)*


  • -Ya te lo había dicho, ¿no?

  • -Sí.

  • -Bueno. No hagamos nada por recuperarlo.

*[recuperado, aunque se haya resistido]


viernes, 18 de febrero de 2011

miércoles, 9 de febrero de 2011

Primera versión (larga) de lo que después fue un poema (corto)

.
PUENTES
.
La señora se tiró del puente a la palidez de la cara de mi amiga, que me lo contaba. Y yo me traje a cuestas sin saberlo el olor característico que ya no está o que ya no es característico. Eso y el frío en la cara. Y aunque hubo un paréntesis en el que nos reímos de la Caperucita de color de rosa y de Pinocho (que tampoco tenía corazón y sin embargo mirá todo lo que consiguió), después de que mi amiga se fue y de que yo volví a cruzar la plaza con frío en la cara y de que me traje a cuestas el olor característico, me doy cuenta de que nuestras sonrisas son sonrisas ahora a veces de grandes conocidas y otras de conocidas grandes.
En fin, en el colectivo a ella ahora le habrá vuelto la palidez como a mí me ha vuelto el frío.

sábado, 29 de enero de 2011

(ES QUE TE JURO QUE FUE UN GUIÓN PUBLICITARIO PARA FÁIBERTEL-CABLEVISIÓN)

A las nueve y media de la mañana suena el portero eléctrico.
YO, LA INQUILINA DEL QUINTO ELE: ¿Sí?
ROQUE, EL PORTERO DE CARNE Y HUESO: Acá están de Cablevisión.
YO, LA INQUILINA DEL QUINTO ELE: Ah, sí. ¿Usted los va a hacer pasar?
ROQUE, EL PORTERO DE CARNE Y HUESO: Sí, sí, era para ver si estabas nomás.
YO, LA INQUILINA DEL QUINTO ELE: Sí, aquí estoy.
Me miro en el espejo la cara lavada de recién levantada. Me hago de nuevo la colita. Suena el timbre. Miro por la mirilla: sólo se lo ve al gordo Roque que abarca todo el redondel. Abro. Veo en frente mío al técnico instalador: joven, alto, ojos lindos detrás de anteojos que le quedan bien. Nos miramos. Alguien más habla y rompe el hechizo: el gordo Roque. Lo veo. Lo saludo primero a él y después:
YO, LA INQUILINA DEL QUINTO ELE: Hola.
EL CHICO TÉCNICO INSTALADOR: Hola.
Pasa el chico al livingcocinacomedor. Yo un poco turbada durante una fracción de segundos.
(Silencio).
EL CHICO TÉCNICO INSTALADOR: ¿Dónde está la computadora?
YO, LA INQUILINA DEL QUINTO ELE: Por acá.
Pasa el chico a mi cuarto. Se asoma a la ventana. Mira para arriba. Se mete de nuevo. Vuelve al livingcocinacomedor. Se asoma por la ventana. Mira para arriba. Se mete de nuevo.
EL CHICO TÉCNICO INSTALADOR: A ver cómo hacemos para que no te pinchen el cable… Si te pinchan el cable se te corta Fáiber, directamente.
YO, LA INQUILINA DEL QUINTO ELE: ¿Y por qué me van a pinchar el cable?
EL CHICO TÉCNICO INSTALADOR: (leve risita resoplada) Porque son unos salvajes acá.
El chico y Roque se alejan por el pasillo con el rollo de cable hacia la terraza. Yo me asomo a la ventana. Miro para arriba. Veo un cable que viene bajando. Aparece de nuevo el chico por el pasillo. Ya sin Roque. Entra al departamento. Conecta el cable en dos segundos.
EL CHICO TÉCNICO INSTALADOR: ¿Cómo es tu nombre? No te pregunté.
YO, LA INQUILINA DEL QUINTO ELE: Meliza. (Pausa) ¿Y vos cómo te llamás?
EL CHICO TÉCNICO INSTALADOR: Marco.
Tocando la guitarra hasta las dos de la tarde con Marco, el chico técnico instalador de banda ancha de Fibertel Cablevisión.

Córdoba, 2006
Pasa en las películas - Pasa en la vida real
(¿Qué será de Marco? ¿Se habrá dedicado al alcohol?)

viernes, 7 de enero de 2011

La vida es linda, sí.
Hay pajaritos que vuelan hasta los árboles maaaas lejanos
hay montañas alrededor
y muchos techos.
Hay una señora que apaga un cigarrillo y entra al laboratorio de análisis clínicos del frente.
(Según el diario hay también un festival de reggae en Tilcara:
Nonpalidece, el Natty Combo y La Yugular.
Y hay, aparte, todas las cosas que nombra el tema de Calle 13).
La vida es amplia y linda, sí.

(?)

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Como una Parte 1 (de algo)

Primero que nada, íbamos con Nagale a pasear por un río. Entonces yo salía corriendo y empezaba a ponerme lejana y a decirle que basta. Basta de tirar piedras al agua. Pero él no quería parar. Y estaba todo bien, pensaba yo. Si tiene ganas de seguir tirando tantas piedras que lo haga. Pero después no va a haber más y se va a deprimir. Lo conozco. Se deprime y empieza a ponerse lejano él y yo empiezo a acercarme y a sentir que cada vez hace más frío. Que necesito abrigarme. Entonces salto para el otro lado del río y me pongo a charlar con Rildem. Pero pensaba en Nagale y le decía que no, que no era una enfermedad, que tenía que estar tranquilo. Que su papá no iba a venir. Pero él no me creía y se ensañaba cada vez más con cada piedra. Y me abrazaba desde el otro lado. Me pedía ayuda a gritos con sus caricias lejanas. Y yo no podía hacer más. Porque sabía que iba a ser peligroso. Peligro extremo querer ayudar a Nagale cuando se ponía así. Entonces trataba de mojarle la cara con el agua del río. Eso lo iba a traer de vuelta. Pero era difícil porque cada vez se alejaba más y no podía parar de acariciarme. Entonces yo me ataba el pelo y lo miraba de frente. Le agarraba la cabeza y lo miraba a los ojos a más no poder. Hasta que por fin reaccionaba un poco y ahí ya lo podía mojar. Al menos salpicarlo. Y volvía. Entonces le decía volvamos a la ciudad. Nos perdamos por las galerías. Encontremos un súper cafetín impresionante con propagandas viejas. Pero de verdad. No puestas por pura estética retro. Un cafetín viejo posta. Y yo veía que me hacía caso. Le parecía buena la idea. Y dábamos tantas vueltas, tantas vueltas. Nos parábamos a escuchar a un viejo que tocaba el saxo en una peatonal. Tocaba Muchacha de Ipanema y Nagale me decía que quería comprarse un saxo, que lo teníamos que encontrar en las vidrieras. Que con sólo verlo ya sería nuestro. Y hablaba en plural. Cuando estaba así me incluía en todos sus proyectos, se empeñaba en hacerme ser parte. Pero yo lo miraba nomás y pensaba que en realidad yo estaba muy lejos de eso. Que yo no quería un saxo. Pero lo mismo le decía que sí y lo acompañaba. Lo acompañaba por entre medio de toda la gente. Y podíamos cruzar los bulevares corriendo y ningún auto nos pasaba por encima. Era como una capa de cuidado que me ponía encima Nagale cuando me agarraba de la mano y me hacía cruzar corriendo el bulevar. Escuchame, Nagale. No podés estar más así. Decime qué necesitás y yo te lo traigo. Lo busco donde sea y te lo traigo. Quiero un saxo. Un saxo no, Nagale. No necesitás un saxo. Tenés que escucharme. Entonces me volvía a agarrar fuerte de la mano y me decía que si quería que me fuera, que estaba todo bien. Y yo no podía creer que aquello me estuviera pasando. No puedo traerte un mar, Nagale. No puedo la luna. No puedo. Me queda una foto nada más. En tu conjunto de cosas no hay nada que me pueda servir. Y me hería tanto eso, tanto. Me dolía tanto. Y sin embargo me quedaba. Nos íbamos a su casa con un limonero en el fondo y yo preparaba jugo. Entonces llegaba de nuevo Rildem y todo se ponía tenso. Empezaba como una música rara que venía con él después de que cerraba la puerta y se sentaba en la mesa. Nagale, tenemos que hablar. ¿Qué querés, Rildem? Dejalo, Rildem… ¡Dejalo! ¿Para qué viniste? Meliza, vos callate. Nunca tendrías que haberlo encontrado en el mundo. Yo no lo encontré, Rildem. Yo vine y ya estábamos todos aquí. No te metas. Andate, Nagale. Preparame un té. No hay té. No sabemos qué sabor puede tener algo así. Con limones. ¿Un té con limón? ¿Estás loca? Es un peligro que esta chica esté acá, Nagale. Sacala de acá. Me puedo ir sola, Rildem. No te vas a ningún lado. Te venís conmigo. ¿Y por qué? Porque no le hacés bien a Nagale. A vos tampoco te hago bien. Tenés que venir conmigo ahora mismo. No. Y hacía tanto calor, y era tanto el verano. Y yo miraba los adornos de la casa de Nagale. Y sabía que no. Que no podía ser su casa. Y entonces me daba cuenta de que todo era tan extraño, tan armado alrededor. Y Rildem se iba. Y yo salía corriendo por un camino largo lleno de piedras y le gritaba: ¡Rildeeeeem! Pero Rildem no escuchaba o no quería escuchar y se iba, se perdía lejos. Entonces yo me quedaba llorando en la vereda y venía Nagale. No te pongas mal, Meli. No le hagas caso. ¿Querés que hagamos un postre bien rico? ¿Para qué, Nagale? Para comerlo. Y podemos ver una peli. No quiero postres. No tengo ganas, Nagale. Nagale… creo que me voy. ¿Por qué? Porque me pasan cosas. ¿Qué cosas? Como una marea magenta que viene y me arrastra.

jueves, 7 de octubre de 2010

¡Súper publi!


(Creativos publicitarios re creativos:
Meli, Noe, Majo, Belén, Vanesa y Pablo).

miércoles, 22 de septiembre de 2010

¡Luz!









Un foco azul, un foco rojo y un foco verde enfocados hacia un mismo punto:

luz blanca.

Los chorros de luz que vemos en escena

son distintos entre sí.

Globo blanco a lo lejos. Sombra atraviesa por otro lugar. Se flota en lo claro, en lo oscuro, en lo no tanto. Perfiles, se mueve, no avanza. Mechón o sombra de mechón tirado.

Un elipsoidal forma un círculo perfecto.

La luz puede separar o vincular a los objetos.

Los rayos rojos dilatan las fibras sintéticas

sobre un vestuario negro

ésto

se va a ver violeta.

Cómo entra la luz:

suave

rápido

a cuchilla (tac, de una)

La obra arranca con luz de sala

Después apagón

(Cuando mando luz sobre un objeto pigmentado

rige la ley de la luz

no del pigmento.

La adición de colores

da blanco).